Cuando supe que eras eterno.
Sonrisas perennes de momentos efímeros.
Para mi abuelo donde quiera que esté, la verdadera muerte es el olvido y yo sigo aquí viviendo contigo aún, comprendiendo que sí, eras eterno…
Hace una semana camino al trabajo, recordé el peor domingo de mi vida. Lo califiqué así porque a los seis años de edad, lo que un niño puede esperar, es siempre estar atolondrado de juegos y diversiones por doquier, entre ellas, pasiones-de mi época-como amarrar el trompo con más rapidez, apuntar a darles a las canicas tirando con una sola mano, darle un buen uso al balón y al bolero que me heredó mi viejo, entre otras cosas. Exactamente ese domingo comenzó genial, mi mamá arrancó a las seis de la mañana alistando las cosas que tendría que llevar a la casa de mis abuelos. Tenía que ser muy minuciosa porque un error de olvido, sería un infierno al recordarlo. La casa de mis abuelos quedaba en Mochumí, un distrito que está a una hora desde la casa de mis padres, yendo en carro y con suerte de tráfico. Noté a mi mamá tranquila aquella mañana, por esos días mi viejo no llegaba con frecuencia a casa y se podría decir que la pasividad era el ambiente esperado por mí y mis hermanos. Como soy el último hijo, tenía la jodida tarea de acompañar y ayudar a mi madre todos los domingos a visitar a mis abuelos y por consiguiente a cuidarlos-aunque en vez de ayudar hacía y deshacía-. Mi manera hiperactiva y berrinchuda de comportarme traía a más de un tío o primo con los pelos de punta, casi siempre a un centímetro de recibir un pellizco o un coscorrón bien merecido. Pero mi abuelo era el único que siempre me tenía paciencia y nunca entendí el por qué. Nunca entendí por qué su gratitud hacia un nieto que sólo veía una vez a la semana. Nunca entendí su mirada limpia de acrimonias o rencores propios del transcurso de la vida, era fácil conseguir la calma cuando en mis momentos de vesania, me jalaba del cuello con la empuñadura de su bastón, me abrazaba fuertemente a tal grado de sentirme secuestrado en una jaula de fuego y me decía sigilosamente al oído: “Tranquilo, tu mamá dijo que en un momento volverán a casa”. Nunca le contaba a mamá esas cosas, sentía que iba a ser inoportuno hablar de mis problemas. Mi mamá siempre de regreso a casa tenía el rostro compungido y la mirada atribulada, perdida, como si sintiera que el tiempo hubiera pasado muy rápido y sus sueños se hubiesen desvanecido, como si pudiera oler la muerte de alguien cercano y su dolor de por si se adelantaba, suspiraba mientras yo me acostaba en su pecho. Era injusto no recibir noticias honestas de nadie, escuchaba por aquellas épocas comentarios mientras jugaba. “Es muy pequeño” “No se da cuenta aún de las cosas”-sentenciaban ignorantemente mis hermanos mayores en sus conversaciones. Pero aquél domingo del que hablé al principio, fue fuera de lo común. Llegamos a casa de mis abuelos, encontré a mi tío Julio fumando un cigarrillo en la puerta de la casa, sus manos temblaban al intentar mojar sus labios en el filtro del tabaco. Yo iba cargando mis dos muñecos nuevos y mi mamá iba cargando dos bolsas negras con víveres para los abuelos, pero, al darse cuenta de la actitud informal de mi tío: “Mi papá” exclamó mi madre con voz quebrantada. Soltó las bolsas y corrió camino a la sala donde se encontraban mis primas Mayra y Sheyla además, mi abuelo, él (mi abuelo) se encontraba sentado en un sillón personal, con el cuello apoyado en la parte superior del mueble, su boca estaba abierta y sus ojos cerrados. Mi mamá lo abrazó y le dijo llorando: “papá”. Mi abuelo correspondió el abrazo y segundos después dejó caer sus manos con dirección al piso. La algarabía de llantos comenzó. “Ha muerto don panchito” decían algunos chismosos parados en la puerta. Yo seguía pasmado mirando la escena dramática, la escena que marcó mi vida. Mi existencia era poca cosa en ese instante, tenía ganas de gritar y salir corriendo del lugar. Pero sólo opté por quedarme parado, apretando con cierta ferocidad mis muñecos. Mirando como mis primas y mi madre lloraban desconsoladamente abrazando el cuerpo de mi fallecido abuelo. Sólo esperaba que el momento termine, regresar a casa y ponerme a analizar como ese ser tan angelical ya no iba a volver a jalarse el pellejo de su mano para hacerme reír, ya no volvería a hacerme desfilar como militar para luego aplaudirme sosteniendo su bastón con las rodillas juntas, ya no iba a cuasi obligarme a leer el periódico en voz alta para estar enterado de la coyuntura nacional.
Han pasado diecisiete años desde aquél ocho de febrero en que perdí a mi abuelo. Las cosas han cambiado por aquí, escribir esto me hace recordar el momento aciago en que una idea de eternidad que otrora le había otorgado a mi abuelo, se había derrumbado escalofriantemente.
Para mi abuelo donde quiera que esté, la verdadera muerte es el olvido y yo sigo aquí viviendo contigo aún, comprendiendo que sí, eras eterno…
Anthony Tello.